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Había una vez un pequeño dragón llamado Draco, que vivía en el Valle Esmeralda, un lugar lleno de magia y criaturas asombrosas. Draco no era un dragón cualquiera; era un dragón de fuego, capaz de soplar llamas cálidas y brillantes. Sin embargo, tenía un pequeño problema: aún no sabía cómo controlar su fuego. Cada vez que intentaba encender una simple vela, terminaba chamuscando todo a su alrededor. Su sueño era participar en el Gran Festival de Luces, donde dragones de todo el mundo mostraban sus habilidades con el fuego. Un día, Draco decidió que era el momento de aprender a controlar sus llamas, así que se embarcó en una aventura para encontrar a la sabia dragona Centella, conocida por enseñar a los jóvenes dragones el arte del fuego. Draco viajó a través de bosques , cruzó ríos , y escaló montañas nevadas , enfrentando varios desafíos en el camino. Finalmente llegó a la Cueva de Cristal, donde vivía Centella. La sabia dragona vio el potencial en Draco y le enseñó técnicas especiales de respiración y concentración. Día tras día, Draco practicaba, y poco a poco fue mejorando. En ese tiempo, también aprendió que tener un gran poder implicaba una gran responsabilidad. Llegó el día del festival y Draco estaba listo. Voló al cielo nocturno , y con un fuerte rugido, liberó una danza de llamas que formaron hermosas figuras en el aire, iluminando la noche con colores cálidos y maravillosos. Todos los que estaban allí vieron el espectáculo y quedaron asombrados. Draco había aprendido no solo a controlar su fuego, sino también a crear belleza y alegría para los demás. Desde ese día, fue conocido en todo el reino como Draco, el Dragón de Fuego, maestro de las luces y amigo de la noche. Y así, nuestra historia llega a su final, recordándonos que con paciencia y dedicación, podemos aprender a controlar nuestros propios ‘fuegos’ internos y usarlos para hacer el bien.
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