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Había una vez en un reino rodeado de altas montañas y valles feraces, un gran Dragón de la Tierra llamado Terran. Pese a su imponente tamaño y a sus escamas que brillaban como esmeraldas, Terran era un gigante solitario y amable. No tenía amigos porque todos temían su rugido y sus poderosas garras, sin saber que en realidad, lo único que quería Terran era compañía. Un día, mientras paseaba por los densos bosques que pintaban el valle, la tierra empezó a temblar. Los árboles se sacudían y los pájaros escapaban volando. Pero Terran se dio cuenta de que no era un terremoto, sino los sollozos de un pequeño niño que se había perdido. Este niño, llamado Arturo, se sintió asustado al principio al ver al gran dragón, pero la bondad en los ojos de Terran derribó cualquier temor. ‘¿Por qué lloras, pequeño Arturo?’ preguntó Terran con una voz tan suave que parecía el murmullo de la tierra. ‘He perdido el camino a casa y estoy solo,’ respondió Arturo, secándose las lágrimas. Terran, con una gentileza que desmentía su tamaño, se ofreció a ayudar a Arturo a regresar a su hogar. A lo largo del camino, los dos compartieron historias y risas, con Arturo sentado cómodamente sobre la espalda de Terran. Al llegar al pueblo, los aldeanos salieron asombrados al ver a un dragón, pero el miedo se transformó en admiración cuando vieron la bondad de Terran y cómo había cuidado de Arturo. Desde ese día, Terran ya no fue un ser temido, sino un amigo valioso del pueblo. Y así, Terran y Arturo se convirtieron en amigos inseparables. El gran Dragón de la Tierra encontró, por fin, la amistad que tanto había anhelado, y Arturo aprendió que la amistad verdadera no conoce de tamaños, formas o colores, sino que reside en el corazón. Juntos vivieron muchas aventuras y el eco de sus risas llenó de alegría el valle por siempre.
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